miércoles, 22 de marzo de 2017

Tejidos

Cuando aquella mañana el médico comunicó a Sémele que acababa de parir a un niño vegetal, la tragedia fue inmensa: los llantos, gritos, negaciones y golpes le impidieron escuchar lo que el médico decía sin perder la amabilidad:
-Vegetal, no vegetativo, señora. Su hijo goza de una espléndida salud, sólo que es peculiar: precioso y sano, y también peculiar. Se puede decir que está sano como una rosa, si me permite la expresión.
Nardo era, en efecto, un niño sano: guapo y sonriente, con una piel dulce y sedosa que, sencillamente, tenía la particularidad de que no era carne, sino vegetal. Con todos los órganos y atributos de cualquier niño normal y la misma o mayor ternura, que le brindaban sus tejidos vegetales.
Al ofrecerle el pecho, antes siquiera de poder plantearse qué iba a ocurrir, Sémele comprobó que de ellos manaba agua: agua limpia, pura, clara y cristalina, que Nardo tomó con calma, esponjando su cuerpo en los brazos de su madre.


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Nardo disfrutó una niñez tranquila y de una salud excelente y, aunque sus compañeros párvulos habían probado inicialmente a burlarse del tacto frío y algo verdoso de su piel, así como de sus excentricidades culinarias, rápidamente todos se encandilaron con su naturaleza pacífica, limpia, cuidadosa y delicada, que infundía tranquilidad y respeto a cuantos lo trataban.

A los seis o siete años le recetaron ciertos corsés que acotaran su crecimiento, pues los médicos temían que pudiera ser ilimitado: Nardo era, en efecto, el más alto de su colegio, aunque sin duda no el más resistente, ya que incluso hubo que corregir con unas guías la verticalidad de su cuerpo. En cualquier caso, Nardo no prestaba mucha atención a todo aquello y  la mayoría de los días olvidaba toda esa ortopedia y salía a la calle dispuesto a que su naturaleza hiciese de él lo que le viniese en gana.
Pronto se comprobó que todas las precauciones resultaron vanas, pues Nardo, exceptuando una etapa desgarbada y lacia hacia su adolescencia, creció sano y robusto. Sus miembros adquirieron la solidez del roble, la flexibilidad del junco y el suave tacto de las flores de jacinto.


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-¡Corred, corred!
-¡Cuidado, que vienen hacia aquí!
-¡Se han escapado!
-¡Corred!

La cancela abierta y cinco niños corriendo sobre el polvo del camino. Cae una chancla. Tropieza un niño más adelante. Gritos. La boca de uno de los mastines la emprende a dentelladas con el calzado perdido, mientras el otro ladra detrás de la carne temerosa y tierna, en huida loca. Nardo se queda solo, esperando, en el centro del camino.
-¡Y no le hicieron nada! ¡Y él ni se movía ni hacía nada! Cuando nos dimos la vuelta, Nardo estaba tranquilamente sentado y los dos perros se habían tumbado a su lado - así narraba su compañero la tarde en que Nardo se había ganado la fama de valiente y de invulnerable en todo el colegio.
En efecto, no había perro ni animal alguno que jamás le hiciese daño.


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La infancia de Nardo transcurrió así sin sobresalto, más allá de aquella excursión escolar al campo, donde un rebaño de ovejas estuvo a punto de acabar con su cuerpo y con su vida. A todos les producía escalofríos el recuerdo de aquella mañana en que los pacíficos borregos habían estado a punto de devorarlo y Nardo yació tendido y mutilado durante horas. Después de dos días terribles, lo hicieron pasar del hospital a su casa, de donde, al cabo de una semana de cuidados con mimos, agua y los minerales adecuados, pudo volver más lozano y más alto que antes, dejando a todos aliviados y atónitos ante el milagro de su regeneración celular.


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Así Nardo creció y se hizo mayor. Su vida fluyó mansa y pacífica como el curso de un gran río: tenía buenos amigos, una familia acogedora había acabado los estudios y no le faltaron amores, Al día siguiente ¡ay! de su primera entrevista de trabajo, Nardo no pudo moverse de la cama.

- Pero ¿estás enfermo?
- No
- ¿Te duele algo?
- No
- ¿Es que estás sin fuerzas?
- Me siento fuerte como un roble
- Entonces, ven. Deja que te ayude... ¡Oh!- Sémele no pudo evitar una exclamación de horror y asombro al retirar la sábana para sostener a su hijo: su brazo derecho se había encajado por debajo del colchón y llegaba hasta el suelo, del que había quebrado una baldosa para hundirse bajo el pavimento. Nardo, finalmente, había echado raíces. Su cuerpo se hallaba inmovilizado en aquel preciso punto de su habitación, que era el lugar donde había pasado más horas de su vida sin moverse.

Los días siguientes fue tratado como un enfermo: lo colmaron de atenciones, lo alimentaron bien, le abrieron la ventana para ventilar y que le diese un poco de sol... pero todo aquello no hacía sino afianzar sus raíces y anclarlo aún  más  a su naturaleza vegetal. Al cabo de siete días, Nardo apenas hablaba y casi no se le oía respirar, si bien su aspecto era más sano que nunca.


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Preocupaciones, consultas, visitas, llamadas, consejos; lágrimas apenas contenidas, discusiones, mareos, llantos; palabras de ánimo y vuelta a consultar a los especialistas; médicos, doctoras, biólogos, la directora del Jardín Botánico y un sueco especialista en neurocirugía intracelular. Al final, fue Nardo quien una mañana pidió que lo podaran y que le trajeran un recipiente con un poco de tierra y un pequeño utensilio de jardinería con que pudiera ser transplantado. La conclusión fue simple y devastadora a la vez: Nardo debía partir, pues la vida sedentaria lo terminaría  de anclar a su naturaleza vegetal hasta perder el habla y todo rastro de conducta humana.

Al días siguiente desenterraron cuidadosamente el brazo de Nardo, podando las raíces que, oscuras y retorcidas, habían brotado de sus dedos. Le aplicaron arcilla en las heridas y en toda la mano y la envolvieron con paños húmedos. Finalmente, cubrieron y protegieron la zona con una carcasa de barro cocido a modo de escayola y le colocaron el brazo en cabestrillo con un pañuelo de seda, Nardo convocó a todos para despedirse y esa misma tarde saludó a cada uno, tranquilizándolo y prometiendo volver cada cierto tiempo, aun a sabiendas de que toda visita habría de ser ya fugaz. En un principio sus amigos quisieron hacerle un homenaje de despedida, una fiesta que le ayudara a  marcharse con una sonrisa, pero con cada palabra, con con cada abrazo, con cada oferta para acompañarlo las raíces se hacían un poco más fuertes, así que Nardo partió sin más demora, asustado y quebrado ya por la ausencia.


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¿Hacia dónde ir? ¿Qué hacer? ¿A qué se dedicaría? La verdad es que por su sustento no tenía que preocuparse mucho, ya que un poco de agua y un mínimo aporte de minerales le bastaba para sobrevivir. En cuanto a su destino, sólo sabía que debía ser siempre errante y que el mar no le sentaba especialmente bien. Ya que debía vagar, eligió recorrer los principales ríos del mundo. Así, viajó por el Orinoco y el Amazonas; en el Danubio aprendió la música y en el Ganges la espiritualidad. En el Nilo conoció dos personas más como él, pero siguió vagando.

Nardo anduvo errante durante años con su equipaje liviano y el brazo en cabestrillo protegido y oculto en la pequeña vasija que conservaba sus raíces. A veces le dolía esa extremidad, que sentía oprimida y mustia. En ocasiones había enfermado y sentía que las raíces se le encogían hasta casi desaparecer. Entonces podía mover el brazo con más libertad, pero le faltaban la energía, vitalidad y optimismo que eran los rasgos más relevantes de su carácter. ¿Su carácter? ¿Quién era él? ¿Era humano acaso? Entonces recordaba a su familia, a la gente que lo había querido, y todo le parecía un sueño lejano. Sí, era humano sin duda, y lo más humano que había en él eran su desarraigo, su tristeza y el dolor de sentirse solo aun en medio de la gente. A veces enfermaba, sí, y le dolía el brazo. Y lo asaltaban dudas. La piel se le volvía seca y áspera, leñosa, y los ojos arrugados y tristes. De todos modos, la enfermedad era infrecuente y poco duradera y, tras algunos baños y cuidados volvía a recuperar su frescura. No su optimismo.


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 Una noche, Nardo bajó del tren. El aire era cálido y en el cielo distinguió perfectamente Sagitario, pronto siempre a recorrer la Vía Láctea. El perfume de los jazmines, la melisa, la menta y los limoneros se mezclaba en la brisa, animándolo a recorrer el sendero que bajaba adonde las ranas festejaban entre los juncos. El viento suave arrancaba a las hojas de los chopos voces apenas audibles, a las que Nardo prestaba oídos tratando de descifrar los códigos vegetales que apelaban a su



propia naturaleza verde, llamándolo, envolviéndolo, acunándolo como un canto de sirenas que lo convocaban desde las márgenes del arroyo. Por el sendero, cada vez más estrecho, las hojas grandes de los helechos y las más pequeñas de las enredaderas rozaban su piel fría, despertando en él un hormigueo sensual que acrecentaba su excitación. El oxígeno y la humedad penetraban en sus pulmones ensanchándolos con un eco de gruta y podía oír en su propia respiración reminiscencias de manantial. Al fin Nardo había llegado a un pequeño claro en el que la luz de la Luna se desvestía para bañarse al arrullo de las aguas, donde las notas de un ruiseñor brillaban al caer desde las copas de los álamos. 

Nardo estaba cansado. Se sentía solo, triste. Al fin y al cabo, había dejado su vida y a su gente para vagar sin rumbo ¿por qué? Porque la Naturaleza había tenido el capricho de crear en él una excentricidad, una anomalía inútil y vana que lo condenaba a la soledad. ¿O es que había malinterpretado de siempre su propia existencia? Nardo sintió un escalofrío de terror. La sangre acudió en masa a su... ¿sangre? Ni siquiera estaba seguro de tener sangre. De súbito tuvo la necesidad de rasgar sus tejidos para averiguar si era sangre o era savia vegetal la que animaba sus venas manteniéndolo con vida. Se arrancó la camisa y la lanzó entre las zarzas. Sobre un canto del arroyo golpeó con fuerza con aquel brazo derecho que había permanecido oculto y enterrado desde que saliera de su casa. El barro se quebró en pedazos que le hirieron la piel. Rabiosamente arrancó las gasas que le cubrían la mano, enturbiando el agua que corría a sus pies. Sus dedos, sucios y completamente transformados en raíces, se extendieron, retorcidos, ramificados, temblorosos y oscuros ante sus ojos. En el transcurso de esos siete años, Nardo había llegado casi a olvidarse de esa extremidad, ignorando que continuaba oculta a la luz y operando en la oscuridad mineral de la escasa tierra con que la había cubierto. Pero ahora estaba allí, desafiante, desnuda en toda su vegetal contundencia, recordándole de qué tejidos se componía todo su cuerpo. ¿Cómo había podido olvidar que eso era él, que desde que naciera había sido... una planta? Su sufrimiento no derivaba más que de su empeño por escapar a lo que sus células pregonaban a voces desde siempre. Nardo se derrumbó sobre el agua. En ese preciso instante decidió dejar de seguir huyendo. Sería su última decisión: a partir de entonces la mente pensante dejaría de existir, dando paso a otro tipo de conciencia, más antigua y elemental, ocupada sólo en crecer y crecer absorbiendo el líquido y... hundió los dedos en el lecho del río y se abandonó.

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A la mañana siguiente, Nardo se despertó por el frío, boca arriba en la orilla, el cuerpo azotado por la corriente. Su mano izquierda continuaba como siempre: algo fría y verdosa, pero aún humana. No se había operado la transformación que había esperado; al contrario, sintió la muy humana necesidad de secarse al sol e incluso de comer algo. Estaba molido e incómodo y deseó de repente estar en los brazos de su madre y sentir el amor de su familia, de sus amigos, y de todo el mundo  a quien había conocido. Y Nardo corrió. Corrió hacia la estación, lleno de júbilo y de lágrimas, transformando su recién descubierta añoranza de sus seres queridos en velocidad para regresar junto a ellos. Al correr descorría un velo sobre cada recuerdo, y los velos brotaban diminutos entre los pliegues de su piel y poco a poco abriéndose crecían como pañuelos blancos para dictar adioses al viento. Su cuerpo, llenándose de palomas, de azahares, de algodón, rocío, besos blancos, escarcha y nieve volaba hacia su origen. Un cosquilleo de manantial, una risa tangible y perfumada, un nido de plumas diminutas, frescas y abundantes cubrían su cuerpo al correr. Si alguien lo hubiera visto en ese instante, habría reconocido fácilmente el espectáculo de los almendros en los primeros meses del año. Nardo floreció una sola vez, una mañana de inicios del verano, y lo hizo con la vehemencia y el vigor que sólo los actos únicos pueden mostrar. Nardo floreció en secreto en el fondo umbroso de la floresta, y velaba su arcano la savia silenciosa de los siglos. El río, mientras tanto, cantaba indiferente, corriente abajo.